sábado, 18 de julio de 2009

La princesa de cristal...


En un lugar lejano de un tiempo que me es difícil recordar, existía un gran castillo incomunicado con el resto del mundo, ajeno, solitario, apenado por una triste maldición, una pesadilla que parecía llevar a ninguna parte, no tener fin. El castillo estaba situado en el centro de un mar muy diferente al resto, un líquido que emanaba sin descanso desde la torre más alta del castillo, una catarata de desesperación, de lágrimas que se suicidaban catapultándose al vacío, un vacío que segundo a segundo adquiría una forma incomprensible, agobiante, monstruosa, que equiparaba todo el lugar hasta que los sentidos se perdían en el horizonte. Allí no había rastro alguno de vida salvaje, no se veían pájaros, y si alguno fue visto se acercó para ofrecer su alma a la muerte.
El castillo daba la impresión de flotar sobre las aguas, pasearse por ellas como un componente más de su estructura, como si las sustancias químicas que conformaban esas melancólicas lágrimas y el propio castillo se dispusieran a crear un nuevo elemento, pero solo como una mera impresión, un espejismo al borde de la locura, un soplo de vientos impulsados hacia los cuatro puntos cardinales por algo superior al ser humano, pero nunca rozando la divinidad, algo superior a ella, impensable por el hombre, tanto que jamás un concepto pueda abarcar la definición de aquello que es, como un pajarillo rompiendo los barrotes de su celda y volando en libertad se nos escaparía todo aquello que pudiera acumularse en esa sola palabra, como la palabra misma. Esa antiquísima edificación siempre permaneció anclada con sus raíces en la tierra, arañando sus sedimentos hacia las profundidades, hacia un mundo que solo ellas habían visto, que solo ellas han oído y disfrutado de su olor y tacto. El mar no podía nunca separarlo a dentelladas, arrancarlo del corazón de su vida, ni toda la tristeza y desesperación existentes hubieran sido capaces de ello.
Arriba en lo más alto, allí donde solo son capaces de mirar la Luna, el Sol y las estrellas, se encontraba la última habitación de todas, la más cercana a los cielos, en la cual, yacía en una espaciosa cama el cuerpo soñoliento de una joven y bella princesa, sus ojos, saludaron al nuevo día con indignación, con desprecio, una tristeza que inundaba sus pensamientos. Cuando se incorporó, un fuerte haz de luz se instaló en el interior del collar que llevaba colgando del pecho, la luz tras un breve descanso, cansada de permanecer ahí, se dirigió hacia diferentes puntos indistintos de la habitación, la princesa la seguía como si jugaran a esconderse la una de la otra, de pronto miró al frente y allí estaba la relampagueante luz, junto a un espejo que reflejaba alientos de desesperación y una cara que deseaba no haber estado ahí en ese instante, no se sabe donde, pero muy lejos, sus piernas se deslizaron, se arrastraron hasta el suelo, una vez depositados sus pies en él, estos se hundieron, se inundaron en la frialdad de un líquido, en unas aguas desesperantes. Forzando sus propias fuerzas la princesa muy despacio se fue desplazando, con pasos tenues aunque decididos hacia el ventanal de la torre, sus ojos perdidos durante segundos en el horizonte finalizaron de hacerlo para mirar a su alrededor, las aguas inundaban el paisaje, inundaban sus cuencas y de pronto emanaba de nuevo una lluvia de lágrimas resbalando por su rostro sin descanso, catapultándose al vacío, enfureciendo aquel desolador mar, removiéndolo con fuerza, lo cual le sumía en una desesperanza aun mayor, ella miraría el cielo, miraría el Sol y sabía que de sus ojos pararían de brotar esas gotas malditas, que frenaría de llorar si la Luna volvía de su descanso diario, solo cuando las estrellas volvieran a conquistar los cielos, solo cuando la luz se desvaneciera y dejara de emitir todo lo que estaba mirando, e incluso se preguntaba si en sus sueños seguía haciéndolo, pero su inconsciencia cubría con un velo negro esos pensamientos, lo único que de verdad desconocía era el final de esos lamentos, de esa infelicidad que lo envolvía todo, porque cuando el Sol saludara a la Luna comenzaría a retornar el caudaloso río de sus ojos.
Lo único que se recuerda es que allí permaneció ella y que durante años no vio más que mar y más mar, su mar…

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